"Y uniré las puntas de un mismo lazo,
y me iré tranquilo, me iré despacio,
y te daré todo, y me darás algo,
yo vengo a ofrecer mi corazón".
Fito Páez
Fito Páez
Lo más parecido a un sentimiento amoroso fue esto. Lo demás ha sido pasajero, pueril o simplemente un intento por no perder la razón ni por perder la locura: un intento por ser feliz y evitar toda amargura. Esto, no obstante, fue genuino, aunque no haya sido suficiente.
Una mezcla entre deidad, doncella y sirena, así era esa mujer. Una mujer que impacta con la presencia, impacta con su belleza, impacta con su silencio –tan insoportable para muchos–, impacta con su baile. Así fue ella, así vivió, con cambios, con impostergables sentimientos de dolor y placer traducidos en un solo momento: ahora.
Resulta difícil decir sobre ella lo que no se conoce, y decir las abismales cavidades del corazón que permiten que sea ella la que hable y sea su corazón el que calle; que sean sus sentimientos tan genuinos que no sea posible verlos, ni sentirlos, quizá imaginarlos o intuirlos. Pero esto está reservado a las almas delicadas, como ella. A personas de buen gusto en los modales sentimentales (pues hay maneras vulgares de expresar sentimientos…) y que saben cuándo reservarse. Así era ella.
Un ser de la resurrección. Acaso un ser que no vino para acá, que simplemente se queda porque no tiene otro lugar igual. Ni tampoco distinto. Ajena a su hogar, ajena a los demás, parece que sólo es dueña de sí misma y de todo cuanto toca, pero llega un momento en que ha de abandonarlo. Por eso los hombres hacen la guerra por ella, porque quieren poseerla, y ella se les entrega. Pero una vez les dice “adiós, ya todo acabó” (y en ocasiones sin despedirse, sin ningún tipo de protocolo. Como debe ser) ellos ya no pueden hacer nada distinto a pasar a ser de ella. ¿Quién puede decir que la tiene? Y ¿quién puede decir que ha sido suyo? Y entonces me entenderán, porque así es como se revela su presencia en mi vida. Así era ella.
Yo fui suyo, pero de un modo mezquino. Ella, en cambio, no fue mía, y esto fue un delirio. Quería poseerla pero ella terminó por poseerme. Yo, le decía que la quería, y ella me abandonó, quizá porque nunca fuimos los dos algo distinto a una imagen que pudiera ser representada como dos círculos aislados, pero que se encuentran, y en esos puntos de contacto con la realidad (la de ella y la mía) ella y yo nos besábamos. Besos cortos, abrazos sutiles y, resumiendo, deliciosos. Miradas comprometedoras y palabras cómplices; pero nunca fuimos los dos, y eso estuvo muy bien, de otro modo no habría podido dejarla, ni habría podido permitir que me dejara. Así era ella.
Luego, cuando todo acabó, ella y yo nos volvimos a ver. Nos miramos con una mirada tranquila, una de esas miradas de amigos que se quisieron en cierto momento y que ahora son eso: amigos. Fue mutuo, lo juro. Ella fue mi amiga de nuevo, ya estábamos en capacidad de reír. Yo guardé silencio, impenetrable en mis pensamientos, la miré por entre la abertura de la cortina; vi su desnudez sabiendo que no debí hacerlo, pero la vi, y la imaginé desnuda más veces. Acaso fue esto malo de mi parte, o bueno, no lo sé y prefiero no hacerlo: pero habiendo hecho esto, recordé cuanto la quise. Así era ella.
Y ella no lo supo. Ella no se dio cuenta que yo la veía desnuda; ella no imaginó que yo soñé con besarla y acostarme a su lado, acariciando su cuerpo, su fantasmagórico cuerpo. No, ella nada de esto sabe, y tampoco le interesa, y yo no quiero decírselo. ¿Para qué? Total no me va a creer, y si me cree, no me va a perdonar, y si me perdona, no le va a interesar, y esto último si no tiene remedio. Después de todo, sé muy bien que no soy el primero que la quiso como la quise, no soy así de egoísta para pensar que la quiero demasiado como para que nadie la merezca. Así era ella.
Después, cuando pasó mucho tiempo, yo me permití decirle unas cuantas mentiras y unas cuantas verdades. Ella ya me conocía, pero no sabía identificar cuando yo mentía, no podía verlo, no podía entenderlo, estaba con el pañuelo en los ojos, danzando en la oscuridad para brillar en cualquier lugar e iluminarlo con su presencia y con su voz, su hermosa voz. Esa que muchas veces me dijo, en un tono agitado pero despacio, con esa agitación en el pecho que corta la respiración por momentos: Je t'aime mon amour; Ti amo amore mio; Ich liebe dich meine Liebe; Волим те љубави моја; Ben aşkım seni seviyorum. Y yo sonreía, y aún sigo sonriendo, sólo que con amargura, y más que con amargura, con nostalgia y melancolía. Yo no estaba listo para ella, y cometí un grave error al verla en la cortina. Su cuerpo se estrelló contra el mío en un rincón, un choque abrupto, pareció casi un accidente: ella vio la sensación y yo expresé con palabras aquél pensamiento que ella profirió. Así fuimos los dos, y ella luego me dejó. Se fue a un lugar más alejado de todo lo que yo pudiera esperar. Se fue con ella misma a donde ella misma, se fue con sus palabras y sentimientos, se sublevó y no dijo adiós. Por eso, así fue ella, siempre, y nunca cambió, así la conocí, así la quise y así la recordaré.
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